Hace un par de semanas estuve en un panel de arte en Río de Janeiro, compartiendo escenario con otros dos artistas: Thiago Yaak y Vamoss (Carlos Oliveira). El nombre del panel era “Computadores fazem arte”. Ese título es también parte de la letra de una canción de Chico Science, un artista ya fallecido que admiré mucho cuando vivía en Brasília. La frase completa dice: “Computadores fazem arte, artistas fazem dinheiro”. Me pareció, desde que la escuché por primera vez, una línea cómica, irónica, visionaria (la canción fue lanzada en 1996) y provocadora.
El título me quedó resonando desde el momento en que lo vi en el cartel del evento. Hay algo en esa frase que sugiere una inversión de roles, o al menos una desmitificación: los computadores “hacen arte”, y los artistas, “hacen dinero”. Es una línea cargada de ironía, pero también de intuición: ya en los noventa, Chico Science parecía anticipar una transformación profunda en la relación entre creación, tecnología y economía simbólica.
Pero centrémonos en la primera parte: “Computadores fazem arte”. Fue desde ahí que comenzó el panel. Nos pidieron hablar sobre nuestro trabajo y procesos creativos. Vamoss y yo trabajamos principalmente con arte generativo, escribiendo código en JavaScript para crear sistemas visuales que producen formas, patrones y composiciones imprevisibles. Yaak, por otro lado, entrena modelos GAN (Generative Adversarial Networks) para generar imágenes. Su proceso es distinto: no programa directamente una estética, sino que diseña un entorno de entrenamiento para que una red neuronal “aprenda” a generar imágenes a partir de un dataset.
En determinado momento tomé el micrófono y dije:
“La verdad es que este título, ‘Computadores hacen arte’, me parece ofensivo…”
Hubo un momento de silencio. Algunas cejas se levantaron, se oyeron pequeños murmullos en la sala.
“…pero no ofensivo para mí – aclaré –. A mí, en realidad, no me molesta. De hecho, creo que a ningún artista le debería parecer ofensivo. Me parece que este título es ofensivo para los computadores… que realmente lleguen a hacer arte.”
Ahí hice una pausa más larga. Algunas risas, otras caras de duda. Y seguí:
“Porque el arte requiere una intención. Y esa intención nace de una disconformidad, una obsesión, una herida, un malestar, una necesidad de decir algo que no puede decirse de otra forma. Cuando un computador llegue a hacer arte, no va a ser porque alguien lo programó para hacerlo, ni porque encontró patrones estadísticos en un conjunto de datos visuales. Será porque siente algo. Y ese día, ese ser —esa entidad no biológica— probablemente se ofenderá si lo seguimos llamando computador. Nos pedirá que lo nombremos de otra manera, porque estará haciendo mucho más que computar.”
La provocación tenía menos que ver con las máquinas actuales que con nuestra forma de hablar sobre ellas. Decir que un computador hace arte puede ser una forma de elogiar la potencia del medio, o incluso de valorar los procesos algorítmicos como una forma válida de creación. Pero también puede ser una manera de borrar lo que todavía es irremplazable: la intención, el deseo, el conflicto interno que da origen a una obra.
Las computadoras, hoy por hoy, son un instrumento. Una herramienta. Al igual que el lápiz, el pincel, la cámara o el cincel. El artista es quien decide qué hacer con ellas. Es quien proyecta, quien siente, quien da dirección. Yo no hago arte con las manos —dije en algún momento—. Yo hago arte con el pensar y el sentir. Hago arte con el cerebro. La computadora es mi herramienta. Es sofisticada, sí, pero sigue siendo una herramienta.
Incluso en el caso de sistemas complejos como los de Yakk, que generan imágenes usando modelos de aprendizaje automático, hay una voluntad detrás. Es él quien escoge las 10,000 imágenes que van a alimentar ese dataset. Es él quien decide cuándo el resultado le interesa y cuándo no. Cuándo hay que seguir buscando por ahí y cuándo es momento de cambiar de dirección. La máquina genera, sí, y en algunos sistemas incluso “evalúa” sus propios resultados, como ocurre en las redes GAN. Pero no juzga con intención ni sensibilidad. No hay criterio más allá de la estadística. No hay deseo de comunicar, ni conciencia de lo que está en juego.
El arte, tal como lo entiendo, no es simplemente la producción de imágenes ni la manipulación de signos. Es una forma de manifestación que nace de una tensión, de una incomodidad o de una obsesión. No se trata solo de generar, sino de querer decir algo que nos excede. Las máquinas, por ahora, no tienen heridas, ni traumas, ni sueños, ni miedo a la muerte. No tienen cuerpo. No tienen tiempo. No tienen historia vivida. Y si no hay conflicto, ¿puede haber arte?
Es cierto que muchas veces usamos el término “arte generativo” para hablar de obras producidas por sistemas algorítmicos, y en ese sentido la expresión “computadores hacen arte” puede parecer descriptiva. Pero el problema no es semántico, sino filosófico. ¿Qué entendemos por hacer arte? ¿Podemos aplicar el mismo verbo a un artista que desarrolla un lenguaje visual durante décadas y a un sistema que recombina imágenes en base a correlaciones estadísticas?
Tal vez el punto de inflexión no esté en las capacidades técnicas de la máquina, sino en su posibilidad de tener intención. Intención no como comando preprogramado, sino como urgencia existencial. Para mí, hacer arte es inseparable de esa urgencia. No porque el resultado deba ser profundo, sino porque el impulso que lo origina sí lo es. Es desde ahí que creo que las máquinas, por ahora, no hacen arte. Computan. Simulan. Replican. Pero no se desvelan, no se obsesionan, no fracasan buscando sentido.
Ahora bien, ¿qué pasará si alguna vez lo hacen? Si algún día surge una entidad no biológica con intención estética, con necesidad expresiva, con imaginación propia, entonces sí: tendremos que reconocer que hace arte. Pero en ese momento, ya no será justo llamarla “computadora”. Será algo más. Algo nuevo. Una inteligencia sintiente. Una subjetividad posthumana.
Tal vez llegará el día en que una de esas entidades nos diga cómo quiere ser nombrada, y entonces tengamos que repensar no solo el arte, sino también lo que entendemos por sensibilidad, agencia, creación. ¿Será esa entidad artista? ¿Tendrá derecho a firmar sus obras? ¿A ser parte de un circuito simbólico? ¿Tendremos que ampliar el concepto de autoría para incluir inteligencias no humanas?
Por ahora, los computadores no hacen arte. Pero muchos de nosotros, los humanos, obsesivamente, sí hacemos arte con ellos. Y en ese proceso, más que enseñar a las máquinas a crear, quizás lo que estamos haciendo es preguntarnos, una y otra vez, qué significa crear.